martes, 14 de enero de 2014

El aura de un mar encapsulado

Tenía ya seis años cuando alcancé la altura suficiente para llegar a las estanterías de la pequeña biblioteca de mi padre. Sentía que ser pequeña era lo que me mantenía lejos de lo que yo quería obtener: conocimiento. Siempre fui una persona curiosa que no se conformaba con breves explicaciones. Yo quería saberlo todo. Era pequeña, apenas una niña que no sabía que había más mundo, más allá de los enormes libros de su padre.

Crecer, fue una fuente de aprendizajes para mí. Conocí a muchas personas, tan distintas y parecidas entre sí. Aprendí a llegar a lo más profundo de sus corazones para llenarlos de calor. Empatía, decían que se llamaba tal don. Era maravilloso poseerlo.

Casi dos décadas de vida, y entre aulas de clase, me encontré al chico de aura encapsulada. Él se convirtió en imán, y mis ojos se hicieron metal. No pude evitar mirarle de inmediato. El verde de sus ojos era peculiar; no me recordaba a un árbol frondoso o a un pantano, no... Era el verde de algún arbusto, muriendo de frío en pleno invierno. Ese tipo de verde que te vuelve hielo el alma, y luego te la derrite. Su cabello era... color té. Como el té que me servía mi abuela cuando no podía conciliar el sueño. El té que me salvaba de tan horribles pesadillas. Ver al chico de aura encapsulada, fue como viajar a las áreas más lejanas y calmas del mundo.

Pero algo... me inquietaba. Sabía que no podía ir a tales lugares, como un canario pequeño y cobarde que no se atreve siquiera a echarle un vistazo a las alas de su madre.

En serio me gustaba ver al chico de aura encapsulada.

Su peculiar seudónimo, se debía a que sentía su alma protegida, escondida. No podía siquiera percibirla. Iba conociéndole apenas, no sabría explicar el porqué en ese momento. Y ahora, tampoco puedo. Quizás me distraía lo guapo que era.

El tiempo hizo de un viaje que parecía un tanto irreal. El mar que pensé jamás vería en mi vida, ahora mojaba mis pies. El agua salada estaba algo fría, pero agradable. Quería ir más hondo, dejar atrás el vestido que separaba mi piel de cada mineral reposando en este mar. Pero sabía que la calma era protagonista en este lazo que se formaba. No existían expectativas, ni deseos... sólo me sentía cómoda curioseando.

Él era un océano para mí. Y aunque mis pies tantearon la calidez impregnada en la arena, yo seguía varada en el mismo sitio. Sin prisa, sin ansiedades ni miedos. Sólo la comodidad del mar y el frío que me erizaba la piel. Se estaba bien mientras el viento enredaba mi cabello y susurraba un par de tonterías a mi oído.

Y yo, seguía siendo yo. Y él, seguía resguardando su alma, quizás por miedo, o quizás por costumbre. ¿Quién era yo para juzgar las razones de quien podría transmitirme calma con una conversación, una risa, o un simple chispazo a mi vientre apenas el verde arbusto de sus ojos se cruzara con el café de los míos?

Podría, en algún momento de mi vida, adentrarme en aquel mar de misterios, pero ese momento no era ahora. Y, curiosamente, no me hacía mal pensar que jamás me movería de este lugar. Después de todo, él me hace sentir bien aquí, justo donde estoy. Y si él quiere que me mueva, hará que una ventisca se alce y juegue con la falda de mi vestido. 

Yo, sólo me dejaré llevar por el mar de su alma, por las hojas congeladas de sus ojos, y por el té caliente derramado en su cabello.

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