martes, 30 de diciembre de 2014

El regalo de Ariadna

Caía el primer lote de copos de nieve mientras yo fijaba la vista en el reloj. Hacía años que no viajaba en tren, y, a través de mis empeñados lentes, veía cómo nos acercábamos a mi destino.

El camarote donde me hospedaba durante el largo viaje, tenía un dulce aroma a lilas y ansiedad. Sentía virginales cosquillas en mis labios, mi vientre y la punta de mis pies. Por mis venas corría la zozobra de saber que, al llegar, iniciaba la carrera a contrarreloj de un cúmulo de casualidades que podrían devolverme la ilusión. La ilusión de encontrarme otra vez con él.

Los minutos que quedaban, aprovechaban para engancharse a mis muñecas, mientras el lugar me atrapaba cual trampa de flores y madera. Mis manos temblaban ante el roce de la tela, que no podía compararse a la suavidad de sus manos dúctiles. Estaba locamente enamorada y no podía evitar pintarlo suave, pulcro y sincero ante mi corazón.

— Vas a terminar por deshilachar toda tu ropa, Eli — sentí las manos frías de quien me acompañó durante el viaje —. Cálmate, pronto vamos a llegar.

Me ofreció una sonrisa cálida y no pude más que soltar un suspiro.

— Estoy realmente nerviosa… Hace mucho que no vengo a oriente, Danna… ¿Y si no me recuerda?

— ¿Cómo no habría de hacerlo? ¡Son almas gemelas! — en sus vivarachos ojos grises, mutaban diversas reacciones: asombro, enojo y recelo. Ariadna era una mujer diez años mayor que yo, pero con el alma tan jovial como un retoño floral en primavera. Un hermoso retoño adornando el invierno que se desmoronaba y nos caía encima.

Largas fueron las horas que compartimos, entre historias de amor, lágrimas y risas. Era de esas mujeres que valía la pena conocer una, y otra, y otra vez. Me recordó qué tan dulce era creer en el amor verdadero. Ese que no se esconde entre las agujas del reloj ni en las grietas temporales de cada estación. Ese que arde como un adiós jamás dado y revive sin pensárselo dos veces. Ese amor loco, con sabor a eternidad.

Dormitaba entre mis primeros recuerdos a su lado, mientras Danna llenaba la estancia con palabras de ánimo que no podía comprender del todo. Me sentía atolondrada con sólo remembrarlo a la par de mi desesperanzado corazón.

La primera vez que lo vi, yo compartía el desayuno con algunos amigos y conocidos. El ambiente se calaba de risas y bromas sin sentido. Mi vieja y vigente costumbre de enmudecer el mundo en mi cabeza, para enfocarme en lo periférico, me hizo encontrar algo nuevo. Alguien…

Estaba ahí, como si alguna deidad tuviese un arrebato de amabilidad para conmigo y lo hiciese surgir allí, para mí. Tenía la vista fija en sus apuntes, mientras algunos mechones azabaches de su cabellera impoluta, adornaban su cara. La lobreguez de su melena, contrastaba con su piel nacarada, chispeada con apenas algunas pecas que enmarcaban sus ojos y nariz. Me fijé en sus labios, de un carmín discreto y algo seductor. Y en sus ojos… Eran oscuros, pero brillantes. Eran el mismísimo abismo donde podía esconderme de todo lo que me asolaba el alma. El abismo que se quedó prendido en mi mirada, por apenas unos instantes.

Se dio cuenta que lo miraba. Yo tenía el suficiente descaro como para entregármele con sólo sostenerle el tan imprudente vistazo. Fue como un chasquido el atisbo de razón que me hizo redirigir mi punto focal.

Fue el tiempo quien me ayudó a conocer qué escondía esa mirada. Pude ahondarme en sus facetas abismales, pintarme el alma con el carmín de sus labios y escuchar la voz grave y aterciopelaba que salía de su boca. Fue el tiempo quien me empujó a él, haciéndome enloquecer de amor.

Bastaron algunos meses para comprender que su compostura jamás iba a verse fracturada por alguien como yo, y decidí irme para ver si recuperaba la mía. Qué duro fue amarlo tanto y no ver mi corazón, reflejado en el suyo…

Conseguí trabajo, un nuevo hogar, nuevas personas que le hicieran borrones a mi soledad. Pero nunca pude olvidarme de él. Nunca pude borrarlo…

Y me atreví. Me atreví a regresar a mi viejo hogar por una temporada. Esperando que el mismísimo tiempo que me hizo hundirme en él, me diese otro empujón para volver a caer en sus raudales.

No supe en qué momento se detuvo el tren, ni cuándo mi querida Danna me tomó de la mano para llevarme a trompicones hacia el exterior. Los segundos se ralentizaban mientras me aruñaban la piel. Rompí a llorar apenas mi rostro rozó el exterior.

Era como si el expreso albergara una biósfera visceral en donde sólo tenían cabida las esperanzas de los corazones rotos como el mío. Y, al bajarse, chocaras contra la realidad.

— ¿Eli, qué pasa? — fui a los brazos de Ariadna, buscando consuelo, buscando un retorno a donde siempre supe que pertenecía, pero no me atrevía a decirlo en voz alta —. ¿Qué sucede?

— ¿Qué estoy haciendo aquí? Él no debe recordarme siquiera y yo lo amo…

Mis ilusiones yacían lloradas y rotas en el piso, convirtiéndose en hielo que a su vez, se colaban a mis pulmones moribundos de tanto respirar melancolía. No sé cuánto tiempo estuve llorando, sólo recuerdo haber regresado a la realidad cuando Danna tuvo que irse. Su familia la esperaba en casa, y mi única familia era tan sólo una memoria marchitada.

El desencanto y la vergüenza de haberme tardado tanto para comprender que él jamás podría amarme, me inmovilizaron por completo. Estaba realmente sola y ¿qué tenía de malo esperar al próximo tren que me regresara a la realidad que merecía? Qué va…

Le dediqué al desasosiego una última sonrisa y me dejé congelar por el invierno. Lo que me parecían antes estelas lloradas por el cielo, no eran más que simples motas de blanco que reflejaban lo vacía y fría que debía sentirse la coraza que encubría mi corazón.

Justo me preguntaba si la vida me deparaba alguna sorpresa gratificante para aliviarme, cuando escuché un estornudo que me devolvió a la realidad. Estaba varada en una estación, en pleno invierno. Podía jurar que se me tiñeron las mejillas a causa del apocamiento. Busqué el origen de tal sonido y él… él estaba ahí, como si alguna deidad tuviese un segundo arrebato de amabilidad para conmigo y lo hiciese surgir allí, para mí. Tenía la vista fija en un libro, mientras algunos mechones azabaches de su cabellera impoluta, adornaban su cara. La lobreguez de su melena, contrastaba con su piel nacarada, chispeada con apenas algunas pecas que enmarcaban sus ojos y nariz. Me fijé en sus labios, de un carmín discreto y algo seductor, similar a sus mejillas enrojecidas a causa del frío. Y en sus ojos… esos ojos oscuros y brillantes, que yo tanto anhelaba ver. Eran el mismísimo abismo donde alguna vez me escondí de todo lo que me asolaba el alma. El abismo que se quedó prendido en mí, por apenas una mínima perpetuidad.

— Mi pequeña Noelia… — sus palabras fueron una caricia bienaventurada, cálida. Sentí mi pecho hacerse grande, llenarse de aire y felicidad —. Bienvenida, Eli.

Pude volver a creer que mi corazón se llenaría de regocijo, como alguna vez me contó mi querida amiga. Ella apareció un instante en mi vida y me regaló un atisbo de felicidad. Pulió mis más románticas remembranzas. Ella fue un arrebato de fe en una noche de invierno. Ella, me hizo creer en él. Y él, siempre fue mío.


Dondequiera que estés, gracias, mi querida Danna...

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