lunes, 9 de febrero de 2015

Una aurora en el suelo

¿Por qué miras tanto el suelo, mi pequeña? ¡A ver esa sonrisa! Tienes que acostumbrarte a mirar siempre al frente. Cuando tengas el cabello más largo y mires al suelo, no voy a poder ver tu carita. Mi pequeña, regálame una sonrisa ¿sí? Complace a esta pobre vieja y sonríeme otra vez…
Sentía cómo mi cabello le lloraba a mi regazo y me empapaba las piernas. El agua que llovía de mi melena recién lavada, se entremezclaba con la sal de mis lágrimas. Me acompañaba un puñado de pesares que se oprimía alrededor de mi garganta.

Era la vigésima vez que sentía un puñal en la espalda. Quizás por eso le tengo tanto miedo a las despedidas. Al voltear, siempre terminan punzándome el corazón. Siempre acertaban. Siempre me herían… Me abrían fisuras en la piel, cual desorden catatónico que no había sido premeditado.

Qué duro puede ser querer. Querer sin expectativas ni sueños, simplemente querer y suponer que te querrán de vuelta. No se conforman con sólo no quererte, no. Terminan el trabajo al odiarte y manifestarlo. ¿Cómo se puede odiar a quien sólo te ofrecía lo mejor de sí? ¿Tan ansioso ha de estar alguien por arremeter con fuerza, toda su oscuridad al único vestigio de luz? ¿Por qué bajas la cortina a la ventana que te enseñaba tantas estrellas?

Y me pasaba la noche pensando en estas cosas, mientras sentía la cara empapada y congestionada. Es increíble cómo algo que consideramos tan bello, puede resultar en la soledad de nuestra intimidad, algo tan frágil y desolador, como lo es el rubor de las mejillas al llorar con frenesí.

No tenía fuerzas para desenredar mi cabello con mis dedos, así que simplemente dejé cada mechón, reposar donde quisiera, mientras yo me sumía en lo más vergonzoso y desnudo de mí misma.

Y, como un dulce gesto que jamás he de esperar vivir otra vez, sentí una caricia en mi hombro humedecido. Al voltear, vi las manos de mi madre, tan serenas y arrugadas como lo fueron las de mi abuela en mi infancia. Vi que su otra mano, sostenía un cepillo, y me dijo:

— Mi pequeña, ¿por qué lloras? — era una sorpresa para mí, encontrar a mi madre pronunciar esas palabras. Ella y yo solíamos ser dos planetas tan lejanos el uno del otro y sin embargo, a veces colisionábamos y nos destruíamos a nosotras mismas. La fuerza y el eje gravitatorio de nuestro hogar, era un enigma pedante.

No tenía palabras para dar, sólo una expresión de asombro que no duró demasiado, puesto que sentí cómo me cepillaba el cabello, con mucha calma y paciencia. Pude sentir en sus manos, el amor de mi abuela invitándome a sonreír. Esa sensación bailaba al son de las auroras que veía en mi madre: su afecto era un dulce tintineo de luces violáceas que acariciaban mis límites boreales.

— Acostúmbrate a mantener la vista fija al frente — me decía mientras intentaba lidiar con algunos nudos, de forma que no me ocasionara dolor —. Tienes el cabello muy largo y cuando miras hacia abajo, no se te ve la cara. A ver esa sonrisa…

Miré a mi madre con lágrimas de gratitud, que caían sin pararse a pensar que le estaba lloviendo partes de mí que jamás le había mostrado. Ella me sonrió con ternura, y sentí cómo el puño que me apretaba la garganta, iba aflojando su agarre. Hasta sentí una caricia imaginaria. ¿Tan desolada estaba como para ver, en quien tanto me hizo daño, un destello de felicidad? No quería pararme a pensar en lo contradictorio de su compasión.


Sólo quería perderme en las auroras de mi madre.

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