domingo, 12 de abril de 2015

Desnudar, no doblegar

Las palabras se arremolinaban en mi cabeza como trémulos recuerdos que apretaban mis arterias y me ahogaban. No recordaba haber vivido tanto dolor y desasosiego. Sentí que la pena podía matarme ahí mismo.

Era abrumador para una persona como yo, que disfrutaba de los días cálidos y un café al amanecer, tener que sentir la lluvia enfriar mi hogar y el frío calando en mis flacos huesos, sin nada más que un charco de agua salada para beber. Era una tortura para una persona como yo, que disfrutaba abrazarse antes de dormir, tener que fijar la vista en aquel despiadado cristal que sólo me devolvía la imagen de unas articulaciones marcadas, ciñendo mi frágil cuerpo.

Tras tantos bofetones, no encontraba la fuerza para mantenerme en pie y pensé en lo extremista que resultaba calmarme la perspectiva de una caída rápida, silenciosa. Quería dejar de forzarme; quería rendirme para siempre y gozar de la paz. Quería ser esclava de un temor más grande que el deseo de deshacerme de él.

Y aquí me encuentro, letra, tras letra, tras letra. Desnudándome ante un pliego blanco que no me entiende. Porque no existen hombros para este rostro lloroso, ni manos que suavicen el peso dormitando en mi espalda. Porque no hay nada en este desierto abismal que pueda sanar lo que me está matando. Porque soy yo misma quien se entumece las piernas a la fuerza para no caer. Porque son estas sucias teclas lo que me impiden doblegar.


Nunca doblegada, nunca rota.

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