Las palabras
se arremolinaban en mi cabeza como trémulos recuerdos que apretaban mis
arterias y me ahogaban. No recordaba haber vivido tanto dolor y desasosiego.
Sentí que la pena podía matarme ahí mismo.
Era abrumador
para una persona como yo, que disfrutaba de los días cálidos y un café al
amanecer, tener que sentir la lluvia enfriar mi hogar y el frío calando en mis
flacos huesos, sin nada más que un charco de agua salada para beber. Era una
tortura para una persona como yo, que disfrutaba abrazarse antes de dormir,
tener que fijar la vista en aquel despiadado cristal que sólo me devolvía la
imagen de unas articulaciones marcadas, ciñendo mi frágil cuerpo.
Tras tantos
bofetones, no encontraba la fuerza para mantenerme en pie y pensé en lo
extremista que resultaba calmarme la perspectiva de una caída rápida,
silenciosa. Quería dejar de forzarme; quería rendirme para siempre y gozar de
la paz. Quería ser esclava de un temor más grande que el deseo de deshacerme de
él.
Y aquí me
encuentro, letra, tras letra, tras letra. Desnudándome ante un pliego blanco
que no me entiende. Porque no existen hombros para este rostro lloroso, ni
manos que suavicen el peso dormitando en mi espalda. Porque no hay nada en este
desierto abismal que pueda sanar lo que me está matando. Porque soy yo misma
quien se entumece las piernas a la fuerza para no caer. Porque son estas sucias
teclas lo que me impiden doblegar.
Nunca
doblegada, nunca rota.
No hay comentarios:
Publicar un comentario