Daba una
última calada al cigarro, aspirando nicotina y suspirando nerviosismo. Podía
notar la piel erizada debajo de la seda y cómo mi pierna temblaba, inquieta y
ansiosa.
El encaje
arrugado debajo de la falda, el tirante del sostén torcido, el labial corrido,
el carmín imprudente e involuntario en mis pómulos y escote. Todas estas
reacciones que no me calmaban si enfocaba la vista en el espejo; mi reflejo era
una burla a mis inseguridades de niña que se resguardaban en mi cuerpo de
mujer. Opté por caminar un poco e intentar sincronizar la onomatopeya del tacón
al caminar, con el ritmo de la música que sonaba. Opté por algo clásico, suave…
y contraproducente.
¿Hacía cuánto no me entregaba una noche? ¿Una semana, dos quizás? ¿Cuántos
hombres no se perdieron en mis caderas y rogaron por un sorbo más? ¿Cuántos
fueron víctimas mías de haber sucumbido a lo más íntimo y enloquecido de sus
seres insaciables? Son incontables los que se deshicieron de sus niños internos
en los pliegues de mi cuerpo y aún así… Aún
así… Él siempre hacía lo mismo conmigo.
Con imaginar
un encuentro, mi cuerpo se estremecía y me encontraba mordisqueando mis labios
sin poder contenerme un segundo más. Fue tan sólo una llamada, una mísera
llamada lo que me invitó a tocarme una vez más por él e imaginármelo una vez
más en mi cama, a mi lado.
En mi mente,
lo sentía acariciarme las clavículas con sus labios suaves y se me escapaban
los suspiros si le encontraba adentrándose en mí con su lengua aterciopelada.
Era abrumador pensar todas y cada una de las sensaciones que se quedaron
tatuadas en mi piel conforme iban pasando las noches con él. Sus besos me
resultaban candentes, ávidos, viciosos. Yo siempre quería más de él. Y él…
siempre hacía lo mismo conmigo.
El reproductor
puso una de nuestras canciones predilectas y decidí comenzar un pequeño baile
para relajarme. Él adoraba interrumpir el aseo para tomarme inesperadamente y
hacerme girar por toda la sala, y siempre terminábamos en el sofá, besándonos
entre risas y mordidas.
Y, como si
fuera algo ya premeditado, llegó. Apareció con su melena oscura y sedosa, que
contorneaba un rostro de facciones marcadas y barba mañanera. En conjunto con
su corbata a medio deshacer y su sonrisa socarrona, emanaba demasiada
masculinidad. Le ofrecí un poco de vino tinto y lo rechazó. Hasta su altanería
me seducía; era increíble cómo cada poro de mi piel, cedía ante él. Siempre
hacía lo mismo conmigo.
No tardó mucho
en desnudarme y hacerme gemir una, y otra, y otra, y otra vez…
Era increíble
la melancolía que se iba de mi pecho cuando él me besaba entre cada vaivén, tan
suave como sus caricias. Su voz ronca llamándome mientras mordía y lamía su
cuello, su sonrisa altanera cuando estaba encima de él y lo sentía en lo más
hondo de mi ser, sus dedos clavándose en mis caderas cuando las movía tal cual
él las disfrutaba. Todo él me volvía loca de sed, de calor, de… amor.
Y volvía a
amarlo con locura y sin miedos, porque podía dormir a su lado, sintiendo la
mezcla entre sudor, perfumes y aroma a sexo. Podía descansar sintiendo los
latidos de su corazón adormilando mis sienes. Podía imaginar que esta vez
podríamos compartir el café y saber un poco más de nuestras vidas. Podía
incitarle a enamorarse de mí otra vez. Podía anhelar despertar y… no
encontrarme con él, ni su ropa, ni el vino tinto. Porque él…
Él siempre
hacía lo mismo conmigo…
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