Llegué al pedazo de horizonte que siempre me
recibía cuando venía con las manos llenas de fábulas rotas. Me sentí fuerte con
el aroma a natura y noche que embriagaba mi cuerpo, como un manto que
anestesiaba los pesares.
El otoño hizo llover hojas secas que llenaron mi
repertorio de anhelantes oyentes descorazonados. Toda la vida y muerte del
bosque estaba presente, desde el lago de cristal hasta el roble de hojas perezosas.
Extendí mis cartas, dejándolas reposar en mi regazo desnudo y me aclaré la
garganta.
Le hablé a las flores sobre lo bonitas que eran,
como las motas rosadas que se pintaban en tu rostro. Decías que era genética,
yo le llamaba un encanto. Ellas se sonrojaron por el genético piropo. Les
comenté que sus pétalos eran suaves texturas que se quedarían grabadas en mis
manos, si no fuese por el reconteo de vértebras de tu espalda que me sabía de
memoria y mis dedos se negaban a olvidar.
Les hablé a los peces sobre lo agradable que era
darse un baño a medianoche en los raudales que llamaban hogar. Y ellos se
fugaron de vergüenza, entendiendo que en los poros de mi piel se escuchaba el
eco de tus besos. De seguro escucharon algún gemido fugado sin escondrijo en mi
cintura.
Le hablé al pasto sobre todas las tardes que
dormité a tu lado y cómo acunabas mi alma como si no fuera más que una recién
nacida de un amor tan tímido e insolente como el mío. Él dio brotes a modo de
respuesta y acunaron mi nostalgia. Él recostarme y susurrar versos sin sentido
ni destinatario. Él se llevó mis cartas bañadas en lágrimas…
Pero ni el pasto, ni los peces, ni las flores, ni
el otoño con sus hojas secas, ni mi repertorio de natura y noche me devolvieron
todo lo que yo les di. Les di poesía esperando que te regresaran a mí. Les di
palabras y me dejaron un silencio cual letargo de invierno. Les di mis secretos
y ellos los guardaron, en vez de arrastrarlos hasta dónde estabas tú. Allá, en
lo más oscuro de un viejo edificio, meciéndote entre cigarros y pianadas. Allá,
en aquella cama que olía a un último beso. Allá, en donde solíamos reír, dormir
y besar. Tocar, gozar, gemir y querer. Callar y sonreír, decir sin hablar.
Allá, donde te aprendí a amar.
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