viernes, 1 de mayo de 2015

Allá, en aquella ciudad

Llegué al pedazo de horizonte que siempre me recibía cuando venía con las manos llenas de fábulas rotas. Me sentí fuerte con el aroma a natura y noche que embriagaba mi cuerpo, como un manto que anestesiaba los pesares.

El otoño hizo llover hojas secas que llenaron mi repertorio de anhelantes oyentes descorazonados. Toda la vida y muerte del bosque estaba presente, desde el lago de cristal hasta el roble de hojas perezosas. Extendí mis cartas, dejándolas reposar en mi regazo desnudo y me aclaré la garganta.

Le hablé a las flores sobre lo bonitas que eran, como las motas rosadas que se pintaban en tu rostro. Decías que era genética, yo le llamaba un encanto. Ellas se sonrojaron por el genético piropo. Les comenté que sus pétalos eran suaves texturas que se quedarían grabadas en mis manos, si no fuese por el reconteo de vértebras de tu espalda que me sabía de memoria y mis dedos se negaban a olvidar.

Les hablé a los peces sobre lo agradable que era darse un baño a medianoche en los raudales que llamaban hogar. Y ellos se fugaron de vergüenza, entendiendo que en los poros de mi piel se escuchaba el eco de tus besos. De seguro escucharon algún gemido fugado sin escondrijo en mi cintura.

Le hablé al pasto sobre todas las tardes que dormité a tu lado y cómo acunabas mi alma como si no fuera más que una recién nacida de un amor tan tímido e insolente como el mío. Él dio brotes a modo de respuesta y acunaron mi nostalgia. Él recostarme y susurrar versos sin sentido ni destinatario. Él se llevó mis cartas bañadas en lágrimas…

Pero ni el pasto, ni los peces, ni las flores, ni el otoño con sus hojas secas, ni mi repertorio de natura y noche me devolvieron todo lo que yo les di. Les di poesía esperando que te regresaran a mí. Les di palabras y me dejaron un silencio cual letargo de invierno. Les di mis secretos y ellos los guardaron, en vez de arrastrarlos hasta dónde estabas tú. Allá, en lo más oscuro de un viejo edificio, meciéndote entre cigarros y pianadas. Allá, en aquella cama que olía a un último beso. Allá, en donde solíamos reír, dormir y besar. Tocar, gozar, gemir y querer. Callar y sonreír, decir sin hablar.


Allá, donde te aprendí a amar.

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