viernes, 17 de julio de 2015

Y con la primavera, llegó el abismo

Yacía sumida en un efímero intento de calma, pregonando un suspiro que formaba cascadas de aire en las grietas de mis labios. Era un abismo. No existía hasta el momento que pude entender que debía forzar mis manifiestos.

Se escuchaban chasquidos, fracturas de aire en la piel. Me volvía hielo con el pasar de los segundos y a través de mis dedos, podía ver el mundo… mi mundo.

Se extendía al horizonte una ráfaga de luces que, con ellas, se traían al Sol cual despertar de un letargo casi eterno. Las estrellas más pequeñas no quisieron irse y dejaron al cielo moteado de suaves estelas. Las auroras bajaron a tocarme las piernas mientras yo me deslizaba entre ellas. Mi sangre se volvió agua, mis ojos se volvieron astros y mi cabello era un cúmulo de hilos de hielo.

Bailaba con el frío del invierno y mi risa hacía eco en los glaciares. Los polos eran puntos céntricos para la llegada de los sueños que esperaba, nunca se acabaran. Podía besar a la Luna y quien viajara hacia el espacio, podía confundirla con mi sonrisa si ella estaba en cuarto menguante.

Me sentía una Diosa que se adueñaba de lo que se expandía ante sus ojos. Una Diosa que al desnudarse, desataba tormentas de hielo y cristal. Al llorar, dejaba estalactitas de pena colgando de mi rostro y al caer al mar, se convertían en icebergs que vagaban por el mundo para llevarles mis historias a los osados marineros. Fue así en cómo me convertí en el invierno.

Con el pasar de los días, me hacían ofrendas con sus propias vidas y a cambio, les brindaba un sueño profundo entre mis auroras y la nieve. Los veía desde la inmensidad, cómo sus labios se agrietaban y daban paso a cascadas de aire. Se convertían en parte de un abismo y dejaban de existir.

Pasaron semanas, mientras vivía un cíclico intercambio entre la vida y la muerte. Me preguntaba si alguna vez conocería más mundo del que mis pies han tocado, cuando sentí que mi cuerpo entero lloraba. Sentía las venas calientes mientras se me desquebrajaban los brazos. El agua comenzó a filtrarse por todo mi cuerpo hasta que no quedaba nada de mí. Quedé enterrada en tierra, mientras me invadía el olor a bosque y las flores adornaban mi cara.

Una pena enorme me invadía, sentía que estaba muriendo. Ya no era más una Diosa. Sólo yacía sumida en un efímero intento de calma, pregonando suspiros que formaban ventiscas intransitables. 


Era momento de volverme un abismo, otra vez…

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