Yacía sumida
en un efímero intento de calma, pregonando un suspiro que formaba cascadas de
aire en las grietas de mis labios. Era un abismo. No existía hasta el momento
que pude entender que debía forzar mis manifiestos.
Se escuchaban
chasquidos, fracturas de aire en la piel. Me volvía hielo con el pasar de los
segundos y a través de mis dedos, podía ver el mundo… mi mundo.
Se extendía al
horizonte una ráfaga de luces que, con ellas, se traían al Sol cual despertar
de un letargo casi eterno. Las estrellas más pequeñas no quisieron irse y
dejaron al cielo moteado de suaves estelas. Las auroras bajaron a tocarme las
piernas mientras yo me deslizaba entre ellas. Mi sangre se volvió agua, mis
ojos se volvieron astros y mi cabello era un cúmulo de hilos de hielo.
Bailaba con el
frío del invierno y mi risa hacía eco en los glaciares. Los polos eran puntos
céntricos para la llegada de los sueños que esperaba, nunca se acabaran. Podía
besar a la Luna y quien viajara hacia el espacio, podía confundirla con mi
sonrisa si ella estaba en cuarto menguante.
Me sentía una
Diosa que se adueñaba de lo que se expandía ante sus ojos. Una Diosa que al
desnudarse, desataba tormentas de hielo y cristal. Al llorar, dejaba estalactitas
de pena colgando de mi rostro y al caer al mar, se convertían en icebergs que
vagaban por el mundo para llevarles mis historias a los osados marineros. Fue
así en cómo me convertí en el invierno.
Con el pasar
de los días, me hacían ofrendas con sus propias vidas y a cambio, les brindaba
un sueño profundo entre mis auroras y la nieve. Los veía desde la inmensidad,
cómo sus labios se agrietaban y daban paso a cascadas de aire. Se convertían en
parte de un abismo y dejaban de existir.
Pasaron
semanas, mientras vivía un cíclico intercambio entre la vida y la muerte. Me
preguntaba si alguna vez conocería más mundo del que mis pies han tocado,
cuando sentí que mi cuerpo entero lloraba. Sentía las venas calientes mientras
se me desquebrajaban los brazos. El agua comenzó a filtrarse por todo mi cuerpo
hasta que no quedaba nada de mí. Quedé enterrada en tierra, mientras me invadía
el olor a bosque y las flores adornaban mi cara.
Una pena
enorme me invadía, sentía que estaba muriendo. Ya no era más una Diosa. Sólo
yacía sumida en un efímero intento de calma, pregonando suspiros que formaban
ventiscas intransitables.
Era momento de volverme un abismo, otra vez…
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